Constituía una placentera costumbre el dar un paseo por la ciudad en las noches. Le gustaba la Buenos Aires nocturna, parecía como si la cubriera un manto de magia y misterio, como si descubriera una cara que permanece oculta durante el día a la desatenta mirada de sus habitantes. Algo difícil de describir, pero que lo atraía sobremanera.
Fue una noche de invierno que caminaba ensimismado, absorto en sus pensamientos, por la calle Alem. Algunos colectivos y escasos autos y taxis pasaban velozmente sobre la avenida. El fresco aroma del río que le llegaba por la cercanía del puerto lo abstraía aun más hacia su interior, como separándolo y apartándolo del mundo en el que se movía mecánicamente.
En un momento levantó la cabeza y se dio cuenta de que no estaba donde creía. Se puso algo nervioso y miró su reloj: 23:30. Apenas cinco minutos antes daba las 22:20. La fría brisa invernal le pasó por la cara, como burlándose de su desorientación. Procuró tranquilizarse y miró a su alrededor. El terreno estaba algo más elevado que la calle. Había unos bancos, unas estatuas y varios árboles. El terreno era extenso. Reconoció la estatua y supo entonces donde estaba. La escultura era de Ceres, estaba en el Parque Lezama. Suspiró aliviado, seguramente ensimismado como estaba no advirtió el camino recorrido.
Se sentó en un banco cercano y contempló el paisaje nocturno. Esa noche el cielo estaba despejado, y la luz de la luna se colaba entre las ramas de los árboles, que se agitaban al compás del viento. Un par de luces apenas alumbraban la calle, mientras que el parque estaba bañado en plata. Salvo alguna ocasional pareja escapándole al frío, ninguna persona pasaba por allí a esas horas. Todo era calma y tranquilidad.
Un sonido rompió entonces la calma reinante. Él no le prestó atención, supuso que seria el viento. El ruido volvió a escucharse. No se volteó, pero su corazón se detuvo un momento. Una tercera vez se repitió el ruido, pero más cerca. Parecían pasos, pasos ligeros, como cuando una rama u hoja seca se quiebra al ser aplastada. Entonces una voz quebró el silencio. Una voz infantil, una voz suave y aterciopelada. Sólo dijo una palabra, pero esa palabra bastó para que el alma se le encogiera como un conejo asustado, en espera del cazador.
-Hola.
Se paró y miró a su alrededor. Una niña lo observaba. Tenía un pelo largo y negro como la misma noche, y una tez blanquísima. O tal vez fuera sólo un efecto óptico causado por la luz lunar. Tenía también unos hermosos ojos azules, del mismo color del cielo. Estaba vestida con un vestido también blanco, purísimo como la nieve.
-¿Qué hace una nena de tu edad a esta hora en este lugar? ¿No sabías que es peligroso?
Nada contestó la infante. Lo observaba con curiosidad, como si por primera vez estuviera ante un adulto.
-¿Cómo te llamás? decime al menos donde vivís así te llevo con tu mamá.
-mi mamá no está en mi casa.- contestó son su voz suave y dulce.
-tu papá entonces.
-tampoco.
-¿donde están?
-muertos. ¿Querés jugar conmigo?
Lo sorprendió la naturalidad con que hablaba la pequeña de semejante pérdida, y la siguiera de una propuesta tan inocente. Sintió una absurda sensación de temor.
-Bueno, pero ¿con quién vivís? me parece que mañana tendrías que ir a la escuela.
-no voy a la escuela.-lo dijo casi con alegría, como si estuviera feliz de no ir.
Un silencio sobrecogedor siguió al breve diálogo. El leve silbido del viento continuaba agitando suavemente las ramas de los árboles, moviendo también el vestido de la pequeña. A lo lejos, un perro ladraba. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, sólo para ellos. Ella sólo lo observaba, mezcla de curiosidad y seriedad.
La niña tomó la palabra de nuevo.
-¿Qué hacés vos acá? creo que está un poco frío para que andés solo. Te vas a resfriar.
Se sonrió, sorprendido de que fuera ella la que lo reprendía, y no al revés. Por cortesía, correspondía responder.
-Lo que pasa es que a mí me gusta dar un paseo por acá en las noches.
-¿Por qué?
Gruñó en voz baja. Una vez que empezaban con esa pregunta, los chicos no paraban más, ora por curiosidad, ora porque sabían lo fastidioso que le resultaba a un adulto esa interminable cadena de cuestionamientos.
-porque es algo que me causa placer, hace mucho tiempo que lo hago.- y agregó, para evitar que su interlocutora siguiera -pero me parece que no tendrías que ser vos la que me interrogue a mí. Creo que debería ser al revés.
-La verdad nunca voy a entender a los adultos, haciendo esas preguntas tan complicadas para nada. Se dañan ellos mismos con eso.
La sorpresa con que lo tomó esa contestación le impidió replicar. El silencio volvió, pero esta vez de forma absoluta. Ya no se oía nada en los alrededores. Ni el lejano ladrido del perro, el sonido del viento, los pasos de los escasos transeúntes...todo, todo se había acallado, dando lugar a un espantoso y sobrecogedor silencio. Un silencio que volvió a romper la pequeña.
-dale, ¿por qué no querés jugar conmigo?
Tomó una de sus nudosas manos, y él dio un respingo: el tacto de la niña era helado. No frío, helado, como si estuviera...
Le respondió con un tono falsamente amable, disimulando el temblor en su voz:
-porque soy una persona grande, y además estas no son horas para que andés paseando sola, es peligroso y...y...
La miró a los ojos. La niña le devolvió el gesto. El resplandor de la Luna se reflejaba en esos ojos azules, dándoles un toque angelical... y a la vez siniestro. Sintió que su cuerpo se aflojaba, que perdía sus temores, sus preocupaciones. De pronto sintió ganas de quedarse, total ¿qué tenia que hacer al otro día? se relajó, y se dejó llevar por la pequeña, como hipnotizado. La nena sonrió entonces.
-¿viste que ibas a venir conmigo? vení, acompañame.
Lo llevó lentamente hacia una zona oscura, entre unos tupidos arbustos, y juntos se hundieron en la oscuridad y el silencio de la noche.
Encontraron su cuerpo a la mañana siguiente, en un banco. Parecía como dormido. No era un pordiosero, no estaba mal vestido. Hasta tenía un reloj rolex, que se había parado a la medianoche. Al revisar sus bolsillos encontraron un dibujo que parecía hecho por un niño pequeño, en el cual se veía al tipo (o eso parecía) caminando de la mano con una niña por un bosque.
Una pequeña observa la escena desde atrás de un árbol. Tiene pelo oscuro, piel muy blanca, y bellísimos ojos azules. Lleva un vestido de un blanco purísimo.
Sonríe.
Sólo eso.
Y con la sonrisa en su boquita rojo escarlata, que contrasta con el blanco de su piel, se pierde en la espesura